El ciego superdotado
Ni Fast food, ni restaurante
De cajones y burletes
La rubia y la Hueca
Conclusión para un mundo mejor
Tecnología en tiempos de cólera
Ricachona con poco dinero
Sucede que siempre dejo los “cuentitos” por la mitad, porque todos se aburren, o me gastan, o cuentan sus cositas antes de terminar con mi monólogo de veinte minutos sin puntos ni comas en el medio. Pero que esta declaración no suene que estoy enojada, si total papel virtual, real o imaginario, de todas formas me voy a expresar.
Hoy me toco atender a una señora, de apariencia “ricachona”. Perfume floreal que de olerlo a cinco kilómetros, queda impregnado en la piel ajena. Carteras de cuero, de esas costosas y gigantes, que pese al gran tamaño siempre están llenas y nunca entra más que una billetera del mismo tamaño que la cartera y un porta cosmético que termina de ocupar el espacio libre. Blusa floreada, apretada al cuerpo para hacer notar la obra de arte que hizo el cirujano plástico más emblemático en “tetas grandes”. Pantalón de jean blanco con una tanga al clásico estilo “leopardito” y un maquillaje en la cara que tapa todas las cicatrices protagonistas de aquellos bótox y estiramiento de la piel. En fin, habiendo hecho una descripción no tan minuciosa del “cachivache humano” antes mencionado, pasemos a lo que nos convoca en este escrito.
Pongamos un nombre ficticio al “cachivache humano”. Imaginemos que estamos con la señora Avelinda que viene a comprar los equipos más costosos. Se sienta hablando boludeces con la otra amiga, que suponemos que es un “cachivache humano” también, y escuchamos que le cuenta su sesión con el masajista John, y su clase con el personal trainer Mike. No entremos en detalle de la descripción que hizo Avelinda sobre el culo del entrenador y menos las manos locas del masajista, es algo que no viene al caso. Contar como la mujer ésta se cachondea en sueños eróticos con estos dos muchachotes (que seguramente son gays) es una situación que no interesa.
Avelinda se sienta y me pide, con voz ultra nasal, el cambio a los equipos más caros y como buena ricachona, me menciona sobre la bonificación especial, solicitando por el nombre de todas las vírgenes existentes, el gauchito gil y buda, que le apliquemos una bonificación más, porque el equipo era extremadamente “caríshimo” (claro, no quería dejar de pagarle a los dos bombones que tenía como asistentes corporales, pero quería un equipo caro, gratis… De locos). Casi se me ocurre mencionarle sobre la pobreza y la avaricia, pero… ¿Para qué? Era una discusión cantada. Me remití a informarle los benditos términos y condiciones, explicarle que era una cuenta buena (pero tampoco algo exagerado) y podía ofrecerle hasta ahí. Entonces Avelinda suspira frustrada exclamando de manera pacífica que el servicio era caro. Obviamente me dieron ganas de decirle que nadie la retenía, y podía volar como un pajarito alegre y floreal a comprar equipos a otra compañía, así me ahorraba tiempo en gestiones largas y engorrosas. Pero nuevamente imaginé un telegrama de despido y la cuota de la facultad haciendo peso. Había que hacer equivalencias y saber elegir.
La señora en cuestión, sacó sus múltiples tarjetas de crédito para abonar sus dos equipos costosos, pero “ups” ninguna tenía saldo suficiente. La mujer empieza a dar sus variadas explicaciones (Yo pensaba por dentro, claro… se debe sentir frustrada, cómo una mujer que aparenta alto nivel adquisitivo no tiene en ese momento mil míseros pesos para pagar el equipo): “Ay, esh que la shemana pashada me fui a un shpa, y me disheñó un veshtido Jorge Ibañesh para el evento tooop del fin de shemana donde mi marido el diputado, dará una shena shuper importante. Ademash, mi íntimo amigo Cormillot me vendió unash biandash shuper nutritivash, y mande a traer mueblesh y vajilla de Europa”. A mi no me interesaba cuantas cosas hacía la mina con su dinero, es más, estimo que nunca movió un dedo por ende ni debe sentir lo que es trabajar porque las uñas esculpidas no se lo permitían. Mientras Avelinda hacía furor con las cosas que me contaba tenía ganas de pararme, dejar que hablara sola un buen rato y volver cuando decidiera que hacer con la plata que no tenía para abonar los equipos.
El fin de la anécdota era cantado desde el principio. Avelinda se fue arrastrando su cartera costosa y le faltaba mendigar, más o menos, porque se terminó por llevar nada, porque no tenía ni efectivo, ni saldo en la tarjeta ni monedas de diez centavos. Se preocupó cuando me preguntó si yo no tenía “cambio para el colectivo”, pero pensé que me estaba bromeando, que seguramente a la salida alguno de sus hombres grandotes y dotados la esperaría en una limusina negra. Y no, Avelinda no bromeaba, se fue en colectivo.
Llora que te llora
Siempre me dicen que soy de aquellas personas con historias interminables, a veces canso demasiado. Es el caso de mi familia. Cuando llego del trabajo y nos sentamos en la mesa para cenar dicen: “Sonamos, es la horal”. La verdad es que siempre tengo algo para contar. No soy para nada de pocas palabras. Es por eso que plasmo en una hoja de Word mis anécdotas porque a los míos en casa los cansé. No los culpo, soy detallista y me lleno la boca de comida en el medio de una palabra (como mi papá) con la única diferencia que me atraganto para seguir contando y no generó nerviosismos en el resto. Saliéndome un poco de lo que quiero contar, papi cuenta algo súper interesante y le da un bocado a cada porción de comida entre palabra y palabra, y es de esas personas que cuentan cuarenta masticadas para poder digerir más rápido, así que imaginen.
Volviendo a mi autocrítica, me desahogaré en este escrito. Agradezco que mi novio aún no se canse de mí. Tiene una santa paciencia ese chico, siempre que estoy copadísima contándole sobre un cliente interesante, me escucha con mucha atención. Pero bueno, ahora sí, me remito a contar mi anécdota diaria:
No hay persona tan mal predispuesta que aquella que se sienta en el box de un representante y te dice de manera muy soberbia: “A ver si me podes solucionar el problema que tengo”. Convengamos que alguien que te dice así te dan ganas de dos cosas, la primera: Mirar al cliente amablemente con ojos de pollito mojado (dícese del pollito mojado aquel ser humano que es un reverendo tarado y tiene cara de gato con bota de Shrek y es sometido a maltratos emocionales de los demás) y decirle: “Estoy para eso, mi dulce cliente que gracias a usted el alimento llega a mi pancita”. La segunda: Sencillo, mirarlo con cara de póker (no se que es cara de póker pero me gustó el término) y decirle de manera muy arrogante y altanera: “Si no le gusta que lo atienda otro representante Sr./Sra. No me rompa las pelotas a mi que bastantes problemas soluciono diariamente”. Pero esta segunda opción es merecedora de un telegrama de despido así que opté por la primera opción, sacando la parte de la comida, que hablando de comida, tengo hambre.
Ahí se sentó, mujer frente a mujer (no me gusta atender mujeres, son muy histéricas y gritan mucho), se saca los lentes de sol, que dicho sea de paso la calle estaba demasiado soleada (léase con sarcasmo), y me empieza a explicar un rollo de choclos de problemas, que ninguno tenía que ver con lo que yo podía solucionar. Cuando concluye su monólogo de 4 minutos y medio más o menos, me dice de muy mala manera: “No quiero pagar más”, a lo que por mi cabecita se me cruzaron dos posibles respuestas. La primera, “No pagues mas querida, ahorrá la platita y pagale a un psicólogo que te arregle, mami”. La segunda, “Le recomiendo, mi querida y hermosa cliente, el plan más económico para que pueda ajustarse a su economía”. Opté, obviamente por la segunda, la primera me iba a traer demasiados problemas físicos. Pero la respuesta no le gustó y se empeñó en decir que no quería pagar, pero quería el servicio aunque no estaba dispuesta a seguir manteniendo relación con le empresa y quería el plan más económico para después no pagar y solicitar el equipo más caro con el plan más costoso, para después quejarse que el servicio era malo y agradecer la atención brindada para después gritar como una desaforada que no quería pagar... Aclaro que ni yo entiendo lo que la señora quiso. Y tampoco entendí que “problema” tenía con la empresa.
Luego de escuchar atentamente sus reclamos, la miré fija a los ojos y le pregunté cuál era puntualmente la situación que estaba pasando que le estaba generando un mal estar. Creo que fue la peor pregunta que hice en ese momento, un mar de lágrima invadió mi box, me quede idiota, helada. Como si nunca hubiese visto a alguien llorar. No le podía dar la mano, tampoco consolar… ¿Qué carajo tenía que hacer? Entre sollozos me confiesa que el marido la dejó, que no tenía a donde ir, que se quedó sin trabajo, que no da más, que está cansada y que se quería matar. Mi asombro fue tal que lo único que pude emitir fue un simple “Uh, que garrón” (mas idiota no podía quedar). La mujer, que en ese momento pasó de ser una gata retorcida a un pollito mojado, se puso los lentes, me pidió disculpas, me dejó un chocolate derretido, me agradeció y me dijo: “No te preocupes, no hagas nada, un día vengo más tranquila y me compró aquel equipo” (señalando el celular más costoso). Se fue y me dejó creando una gestión de reclamos varios aunque también me dejó pensando: “¿Qué onda esta mujer?, lloró veinte pesos que no tenía y ahora va a venir por un equipo de mucho dinero”. Que loco.
Lo más raro es que ahora que lo escribo me da la sensación que fue gracioso, cuando en el momento fue horriblemente insoportable.
Ah, me olvidaba… Cuando salí de mi lugar de trabajo, ví a la señora con un pibe de 25 años a los besos limpios en medio de la calle.