El ciego superdotado

Siempre que voy a escribir, o contar algo, pienso si es conveniente. Sinceramente observo cosas que merecen ser contadas pero me pregunto si la gente creerá lo que relato. Créanme que dudé mucho en publicar esta historia, y calculo que va a ser una de las pocas veces que desvalorice a una persona de esta manera. Primero, la desvalorizaré por persona con pocos modales éticos, y segundo, por “estúpido”.
El escenario es el colectivo, y creo que algunos ya se estarán dando cuenta por donde viene la mano. Resulta que este año tenemos una materia interesante en la facultad, pero se puede convertir en tu peor pesadilla. Taller de televisión. Junto con unos compañeros estuvimos realizando una planilla que por motivos varios tuvimos que hacerla como siete veces. No importa por qué, solamente se apagó la computadora y no había guardado el archivo, así que no importa que tan poco tecnológica pueda ser a veces.
Terminamos tarde el trabajo, esperar el colectivo en barrios donde es mejor que ni tu sombra se pasee por ahí, es medio denso. Sobretodo cuando pasa un borracho que viene con una botella de alcohol etílico en la mano y te pide una moneda para comprarse otra botella de alcohol etílico pero esta vez saborizada. Después de unos largos minutos se digna a llegar el colectivo, luego de que pasaron cuatro por un ramal, tres por el otro y justo el ramal correcto está fuera de servicio. Cuerpos cansados y mal humorados ocupan hasta el más chico lugar del poco espacio que hay disponible donde lo único que se puede hacer es  oler el aroma a perfumes varios gastados mezclados con transpiración humana más el olor al borracho que se subió con la botella de alcohol etílico.
Unas cuantas paradas más se sube una señora de edad avanzada que merecía viajar sentada. Pero ustedes sabrán, cuando pasa eso todos se hacen los dormidos. Inmediatamente, cuando veo que todos se hacen los tarados, veo a un hombre, de unos 25 años que sacó un libro. Ahora bien, vamos por paso a la secuencia siguiente. La señora, que obviamente no quiso armar escándalo, se quedó parada. Acto seguido observo todos los “ancianos” de 25 años sentados en los asientos con prioridad y me acerco a uno de ellos. Grande fue mi sorpresa cuando vi un muchachito, de traje y corbata, leyendo un libro de “olheoC oluaP”. A lo que y o pensé: “O el pibe es superdotado que puede leer al revés, o tiene el libro dado vuelta y esta leyendo algo de Paulo Coehlo. Evidentemente, mi cerebro todavía funciona y captó rápidamente que el muchachín en cuestión estaba distraído apropósito. Entonces me acerco y, reconozco que de muy mala manera, le digo al superdotado capáz de leer al revés: “Disculpá que interrumpa tu maravillosa lectura, ¿No ves que hay una señora que necesita el asiento?”. Reconozco que hay veces que no debo abrir la boca y dejar la humanitaria para otro momento, este era el caso. Pero bueno, siempre me llamó la atención el tema de la justicia (y sin sonar insensible, ¿Dónde quedaron los modales?) El pibe este me mira fijo a los ojos, ¿Vieron esa mirada que mata? Bueno, peor aún (yo creo que me hizo alguna brujería) y me dice: “No, no ves que soy ciego” (obviamente el tipo no era ciego, si no juro que me humillaba en público por semejante patraña social) entonces le dije: “No, no veo… también soy ciega”. Lo mas gracioso del tema es que a medida que el tipo transformaba su cara, la gente empezaba a prestar atención y la señora que estaba parada junto al hombre gritó: “Si gente, es ciego… está leyendo el libro al revés” El colectivo entero estalló en carcajadas. El chico se mimetizó con la camisa bordo que tenía puesta y no hizo más que dejarle el asiento a la señora. Dos paradas después el muchacho se bajó.
¿A qué voy con todo esto?, y espero que suene creíble, los modales siguen estando arriba del cansancio.
Lo curioso de todo esto es que no sabía que existían ciegos superdotados capaces de leer libros comunes y encima al revés.  

Ni Fast food, ni restaurante

El tema de los “Fast food” mucho no me llama la atención, pero debo admitir que son buenos (bah… para mi son buenos). Ojo, la crítica siempre va a ser la misma. Hamburguesas extremadamente pequeñas, a diferencia de la que muestran en esos carteles que genera que las papilas gustativas se vuelvan locas y den ganas de comer. Pero llega la mini hamburguesa y la comida ya no cae bien. Uno come con bronca, se dice a sí mismo: “La próxima vez no vuelvo, no puede ser que la pedí sin queso y me ponen queso y tocino” o “Con esto no me lleno ni una muela” Pero tercos somos, y volvemos a caer en la misma, elegimos el Fast food de comida pequeña.  
Resulta que el otro día fui al médico, dispuesta a cuarenta minutos de espera porque siempre que uno saca un turno para determinada hora, el doctor se toma su tiempo. Pero ese día, digamos que fue mi día de suerte, o más bien me despacharon en no más de cinco minutos. Bastó solo una mirada para mandarme una serie de análisis complejos. Terminé mi rapi-sesión con el traumatólogo y, como bien dice mi compañera Ceci, tenía una lija tremenda (tenía demasiado hambre). Entonces surgió un dilema, voy a un burguelandia o invierto dinero en comida nutritiva y voy a un buen lugar. Opté por la segunda opción, que más da. Nunca me doy gustitos exclusivos de comidas caras y elaboradas. ¿Hasta que punto son elaboradas? No se… En la carta te ponen “Campignotes rellenos de pollo al limón con queso chedar y ricota virgen con una salsa pomarola y tomates cherry salteadas al vino blanco” y son simplemente cuatro ravioles locos rellenos del pollo con salsa al limón que le sobró al cliente de al lado, ricota virgen (que supongo que será ricota recién abierta del paquete) y salsa pomarola, que es  una lata de tomate con un poco de pimentón y los tomatitos cherry, bueno… un accidente lo tiene cualquiera, se les cayó en el vaso de vino blanco del cocinero y ¡ups!  Salió alta comida de gourmet.
Pero acá no interesa que comí rico y caro, simplemente me fui a un lugar así, para poder ingerir mis campignotes raros tranquila. Soy una persona que se estresa, y comer en una mesa, donde al lado te revolotean cientos de mosquitos llamados “niños” (no me gustan los chicos, intuyo que esto me traerá problemas a futuro que no quiero discutir ahora) que gritan, van de un lado al otro y las madres no los controlan. Te sacan papas fritas, se ríen del señor que le falta un dedo, se burlan de la cara de estúpido que tiene uno comiendo solo una mini hamburguesa y unas papas fritas con “ket-chup” (mi compañera del trabajo, Payo, se ríe de la forma que menciono el aderezo a base de tomate, dice que suena gracioso). En fin, no va que me voy a un restaurante y el mozo me sienta al lado de una mesa donde hay tres pibes. Y no es que los tres pibes tenían pinta de “niños obedientes” al contrario. Uno de los tres, de unos dos años jugaba con la comida, que ya de por sí me parece desagradable. El segundo, de unos tres mas o menos, cantaba “Barney y sus amigos” a viva voz por el restaurante. Y el tercero, de cinco años calculé yo, tenía un problemita grave. Por empezar no podía acomodar su hermoso trasero en la silla, y después golpeaba con el tenedor el plato. El tema está en que la madre le decía de muy buena manera (porque mucha psicología y psicopedagogía moderna dice que los padres tienen que ser amigos de los hijos, cosa que no comparto) “no bichiiiiii, no hagas eso amooooooor, se rompe bebe” y no va que terminaba de decir eso la mujer, y el pendejo, con ojos malévolos, lo hacía más fuerte todavía.
En un momento, el niño baterista se acerca a mi mesa y así, de la nada se lleva mi pan, se lo comió y se rió. Ahora, si yo le decía a la inadaptada de la madre “tu hijo me robó el pan” o si le decía al nene “Dame mi pan” era capaz de venir con la policía metropolitana y arrestarme por daño a la humanidad infantil. O sea, no hay espacio para la disciplina, porque el nenito después me saca un campignotes con el tenedor todo grasiento y la mamá y la abuela dicen riéndose “aaaaaaaayyyyyyy miralo que lindo”. No, no me resulta nada lindo ni gracioso que un tenedor ajeno entre en mi territorio. Pero bueno, ni restaurante caro ni Fast food chatarra aleja a los niños malcriados que se esparcen por toda la humanidad de comida gourmet y no gourmet.
Y después entiendo por que digo que me da miedo tener hijos, a ver si termino siendo una madre tonta que se ríe de las idioteces que hace el hijo.
Tengo ganas de campignotes.

De cajones y burletes

En mi casa no le damos mucho espacio a la reflexión. Así estoy. Creo que poco he mencionado a mi familia en las cosas que escribí. Hice pocas referencias a como está conformado el entorno casero. No se preocupen que no es mi intención darles una ficha técnica sobre cada uno de los miembros que forman esta hermosa familia pero sí es interesante rescatar ciertas cosas. Vieron esas típicas frases como “pasa en las mejores familias” o “cada familia es un mundo”. Bueno, mi familia es un mundo aparte y no voy a decir quién porque no viene al caso, pero escucho múltiples frases interesantes para ser analizadas y reflexionadas.
Frase número 1: “La vida es como un cajón, se abre y se cierra permanentemente y están entrando y saliendo cosas”. Creo que hasta a mi me cuesta sacarle la lógica a esta frase, así que voy a ir de a poco. A simple vista es ridícula, pero pensemos lo siguiente. Primero, somos todos cajones. El cajón es un elemento de mucha utilidad. ¿Dónde metemos el desorden (o el orden)? En el cajón, obviamente (o por lo menos es mi caso, mis cajones están cerrados a mucha presión por culpa de mi desorden estructurado). Entonces si la vida es como un cajón y el cajón es útil, entonces la vida es útil. Por otro lado no es un detalle menor preguntarse de qué material está hecho el cajón. Dependiendo del material, mejor cajón es y más resistencia tendría. Por ende, si la vida es como un cajón, y un cajón es útil (y más útil aún si esta hecho del material más caro), la vida es útil y más resistente a mayor dinero.
Pasemos a la frase número 2, porque de la uno no debo sacar más conclusiones. Sonaría demasiado materialista. “Que interesante la utilidad del burlete. Burlete, que se burla del viento”. Si mal no entendí, la utilidad del burlete es burlarse del viento. Entonces, si únicamente se burla del viento ¿Es útil? Si, porque el viento molesta y el viento necesita ser burlado. ¿No les pasa que van hablando por celular en la calle y por el micrófono del celular se escucha el vientito que corre y no deja oír la conversación? O peor aún, en el caso de las mujeres el viento despeina el flequillo (ese flequillo tan lindo que se hizo mi compañera Ceci S.) y el peinado que cuesta mantener. Entonces el burlete tiene onda, tiene glamour. El burlete despide al viento, lo sofoca, lo hace sentir que no tiene poder. ¡Vamos burlete todavía! El único problema es que el burlete se toma tan a pecho su trabajo que en invierno no deja que el viento entre a ningún hogar, entonces el viento se ofende, se enoja, se siente burlado a tal punto que en verano no vuelve. Y en el verano, el burlete no tiene onda porque no hay viento porque lo espantó y todos nos morimos de calor. Entonces ¿Está tan bueno el burlete?
Por último comparto la frase número 3: “La vida esta llena de cosas buenas y malas”. Esta frase me hace acordar a un compañero del trabajo, cuando le contaba algo me tiraba esa frase. El tema es que ya se que la vida esta llena de cosas buenas y malas. Pero, teniendo en cuenta que la vida es como un cajón y mis cajones son un desastre, por ende mi vida cajonera es mala porque todo lo que meto a presión protagoniza a desastres. Entonces ¿Mi vida esta llena de cosas malas? Y si tenemos en cuenta (según las frases de mi tía… uy, no tenía que decir quien decía las frases) que una de las cosas malas es el viento (porque recordemos que es molesto) entonces estoy llena de viento y al estar llena de viento ¿Dónde esta mi burlete?
Conclusión, necesito un burlete. click aquí

La rubia y la Hueca

Hoy, casualmente me preguntaba que me andaba pasando. Hace un par de días no se me ocurre una historia buena. Una historia que me llene los dedos de magia para poder escribir algo que tenga un bajo porcentaje de coherencia. Tampoco es que me vuelvo loca rastreando historias, es algo que tiene que salir sin ser forzado. Por eso, como me di cuenta que las ideas estaban trabadas, salí a la calle. No para buscar alguna historia, repito que no estoy tan obsesionada aún, sino que me mandaron al chino de la vuelta de casa a comprar leche deslactosada.
El mini supermercado a las ocho de la noche revienta en gente, no me gusta ir de compras. En realidad no me gusta ninguna actividad que esta referida al mantenimiento y orden del hogar, de hecho no se si me veo como ama de casa en unos años. Pero no viene al caso que sepan que mi placard es un desastre y que aspiro año por medio la alfombra de mi habitación. Tranquilos, mi mamá hace el trabajo duro por mi. Por eso cuando ella este muy viejita no la voy a mandar a un geriátrico, sino a una costosa y hermosa residencia para ancianos (va con cariño, es una vieja interna familiar que mis padres van a entender).
   Hacía veinte minutos que estaba en la fila con cuatro cajas de leche en los brazos. Ya estoy curada de espanto con los viejitos que chamullan a las cajeras cuando las saludan diciendo: “Hola preciosa”. Señor, no le va a dar bolilla, tiene por lo menos cuarenta años menos que usted, a menos que tenga cuarenta millones de verdes encima. Ahí es discutible, y no porque me interese un viejo verde.
Siendo papel secundario en ese chamullo barato y tirante, tenía dos chicas atrás de la fila. Una rubia y una morocha. No superaban los veinticinco años, pero por la forma de hablar, gracias que una de ellas llegaba a los quince: La morocha. Me enganché en la conversación cuando la morocha dijo algo que me descolocó: “Voy a no atenderlo y le voy a decir que tuve un accidente, así se preocupa y me da mas bola”. A ver, pequeño cerebrito en desarrollo, si queres que un chico te de bola deja de derramar histeria. Además, pobre flaco, ¿Qué culpa tiene de tu mentiroso accidente? A ese punto, solo con esa única y estúpida frase me dieron ganas de darme vuelta y arrancarle las extensiones, por tarada. La chica rubia le dijo sabiamente que lo dejara tranquilo ya que esa no era la forma. Pero empecinada en su chiquilinada la niñita morocha dijo que iba a hacer lo imposible para que él se fijara en ella. Para loca, no estamos en una novela mexicana. ¿Vas a fingir un embarazo después? A esas alturas pensé que la iba a dejar pelada. Pero siguiendo con el relato, de golpe suena el celular de la morocha. Y ¿Quién era? La “víctima”. Medio supermercado se enteró que la estaban llamando. Cuando atendió el teléfono celular (Sí. Lo dejó sonar tres veces y la muy falsa rogada atendió) yo estaba esperando el cuento del tío. Ansiosa, quería ver que accidente había tenido. Pero no. El meloncito que todavía no había madurado, se puso tonta (sí, mas de lo que estaba) y se comió una linda cortada de rostro. Lo único que escuché fue como la voz de la morocha se fue apagando a tal punto de decirle al chico en voz baja: “esta bien, no te molesto más”. Me imagino las llamadas que habrá hecho la loca al pibe para que le corte el rostro. Quizás el flaco enciende el celular y de golpe tiene treinta y cinco mensajes de textos, veinte llamadas perdidas y ocho correos de voz. Indomable la chiquita.
Ahí quedó la historia, pagué las leches deslactosadas para mi mami, y me fui. Lo más curioso es que, cuando la rubia le dijo a la amiga morocha que dejará al chico tranquilo y que se comportara como alguien de su edad, se quebró mi teoría (y seguro la de muchos) de que las rubias son huecas. No, ya no son huecas si dan una respuesta tan lógica como la anterior. Entonces quedan expuestas las morochas ahora, por el inepto comportamiento de la morocha, y por conclusión, quedó expuesta yo, que soy morocha. Y si dije que las rubias ya no son huecas sino que las morochas ocupan ese lugar. “NOOOOOO, SOY HUECA”. Ahí fue cuando se me ocurrió esta historia, cuando me di cuenta que era hueca.

Conclusión para un mundo mejor


El otro día, no recuerdo bien cuando, simplemente se que fue otro día, paré las orejas ante una afirmación que escuché de una señora hablando con otra. El escenario fue el colectivo. Vieron como son estas cosas, se sube una viejita y a la parada siguiente se sube otra viejita y se sientan juntas. No se conocen, pero se ponen a hablar como si fuesen amigas desde siempre. Empiezan con: “Que calor” (o que frío, dependiendo la época del año), y se despliegan temas como jubilación, presidente, gobierno, dictadura, situación actual. En fin, todo eso.
Como yo soy muy atenta, en realidad muy chusma, presté mucha atención a cada una de las frases y lo más interesante fue cuando escuché: “Los accidentes automovilísticos son provocados por culpa del estrés”. Lo primero que se me cruzó por la cabeza fue “Uy, pobre estrés. Siempre tiene la culpa de todas las enfermedades y ahora es culpable de los accidentes también. Que mal se debe sentir estrés”.
Las señoras, chochas en su mundo, dejaron de ser mi centro de atención. De hecho me sorprendí al escuchar esa frase. Hay tantas frases disparatadas que se pueden oír sobre un mismo tema, pero esta fue la mejor y en cierto sentido tiene mucha lógica.
Convengamos que la Ciudad de Buenos Aires es un caos. Desde que tengo uso de razón, es decir desde mis 17 años (edad donde salí de mi cascarón y me enfrenté al vicioso mundo laboral), el centro porteño fue siempre un dolor de todo. Más si se usa el transporte público. Peor si en medio de un taco (forma de decir embotellamiento en chile), hay un accidente. Ni hablar de las ganas que se tienen de insultar a un moribundo que se tiró en las vías de un tren y provoca demasiados problemas de tiempo. No hay cartelito de concientización que sirva.
Sin escaparme mucho del análisis sobre la frase de la viejita en el colectivo, retomemos. ¿Qué es el estrés? Cualquiera de nosotros, que no somos médicos, diría: El trabajo, la familia, la pareja, bla, bla, bla. No vamos a hacer un análisis completo de lo que es el estrés, porque soy simplemente una jovencita con pocos conocimientos médicos. Entonces prestemos atención a la siguiente reflexión (y estás en todo tu derecho de corregir mi planteo):
- La presión laboral que provocan los trabajos, como ventas, manejo de mucho dinero, entrada de mercadería para la producción inmediata de calcetines color blanco y azul (fue lo primero que se me ocurrió), entre otras, hace que el organismo se acelere a tal punto que mañana te pescas una gripe porcina, aviar y carnívora junta.
- El gran dilema de los jueves (o el día que más te guste) ¿Dónde nos juntamos con la familia el domingo? Resulta que se desata una cadena de propuestas que a nadie le viene bien, porque fulano de tal no se banca al hermano de su pareja o porque la suegra no quiere que venga el vago del novio de su hija o porque la comida que hace la abuela es demasiado condimentada, o vaya a saber uno que otra cosa más. Entonces terminan todos llorando, con rencores y no se juntan más.
- Otro problema es que quizás ella se levanta una mañana, ve la tapa del inodoro levantada y se le arruinó el día. Le habla mal al marido a la mañana, lo ridiculiza al pobre infeliz en público, le hace la comida más fea del mundo y como si fuera poco, le agarra una terrible jaqueca a la hora de ir a dormir. Entonces ¿Qué pasa? El hombre se levanta al día siguiente mal, deja la tapa del inodoro levantada, porque sabe que le molesta a la esposa, entonces llega tarde a cenar porque se quedo con los amigotes tomando cerveza y viendo el partido. Así sucesivamente hasta que uno de los dos abandona la situación.
Imagínense, todas estas situaciones son factores que generan el estrés. “Guau!” me dije después de llegar a tal loca conclusión. Pero como a veces me pongo a pensar un poco sobre las medidas que se pueden tomar para hacer de Buenos Aires un lugar mejor (porque no se olviden de “Haciendo Buenos Aires”) la solución está frente a nosotros.
Si el trabajo, la familia y la pareja provocan estrés y, por consecuencia, hay accidentes, entonces:
No al trabajo, si al spa
No a la familia, si a la soledad
No a la pareja estable, si al Touch and Go
Tranquilos… es solo una ilógica y loca conclusión. ¿O no?

Tecnología en tiempos de cólera


Esta vez no los voy a aburrir con una historia de algún cliente. Para ser sincera fue un día normal. Ninguna locura por lo que debería reformular mi frase y decir “fue un día anormal” sin clientes que merezcan una historia.
La tecnología ha dado un giro tremendo, no cabe duda (y duda se quedo solo…) Situaciones donde hace unos años atrás un televisor diminuto a blanco y negro fue superado por monstruosos aparatos de tamaños ilógicos. Radios que para que funcionaran había que hacer la parabólica humana y pararse en el techo de un piso quince para que tomara señal, ahora fue reemplazada por pequeños microchips con dos “hisopos” que se enganchan en la zona auditiva para poder disfrutar de sonidos privilegiados. Y también es el caso de los famosos “walkman”, “discman” que se convirtieron en aparatos prehistóricos al aparecer el “mp3”, que también fue evolucionando a pasos agigantados hasta llegar a incorporarse en la telefonía celular. Digamos que a veces, volvería a tiempos prehistóricos, y ya se enterarán por qué.
Habiendo contado la evolución de la tecnología en unos breves renglones me resta lo más importante… Contar por qué llegué a la conclusión de ansiar, por momentos, volver a tiempos pasados.
Rutina diaria. Salir de casa a las once, llegar once y diez a la estación del tren, sacar el boleto once horas y doce minutos, pararme durante cinco minutos a ver los titulares de los diarios en el puestito de revistas para hacer la elección del periódico que leeré y esperar tres minutos el tren para ir a trabajar. Como la rutina no sufrió ninguna alteración once y veinte estaba en el vagón, pero esta vez el vagón tenía un boliche móvil. Yo iba dispuesta a leer mi libro de psicología postmoderna pero el molesto sonido que salía de un celular no lo permitió. Un señor, acomodado en un asiento escuchaba una cumbia desde su aparato celular de última tecnología… pero a todo volumen y todos fuimos oyentes de esa ¿Música? No se bien que ritmo era, si cumbia, merengue, salsa o que otro condimento, era música dañina para mis oídos. Como siempre digo que para hacer una crítica tengo que fundamentar, me puse a escuchar la letra atentamente. “Te doy treinta segundos para que saques tus cosas y te vayas”, sobre esa frase voy a hacer un análisis.
Primera reflexión: Convengamos que treinta segundos no alcanza ni para meter un calzoncillo en un bolso, entonces si la mujer fue tan estricta con los tiempos, pobre tipo, o se fue sin calzoncillos o no sobrevivió para contarlo. Porque suponiendo que el culpable vivía en la casa de ella, tendría muchas pertenencias en distintas partes del hogar, por eso digo… O se fue como vino al mundo, o murió en el intento de recuperar sus pertenencias. Digo esto porque más adelante la frase decía algo así como “Contigo no voy a negociar, no existís”
Segunda reflexión: ¿Por qué treinta y no veinte? Si el enojo era tanto, ¿Por qué lo dejó sacar las cosas? Una mujer rencorosa no da chance de hacerle el bien a un hombre, entonces tan enojada no debía estar.
Tercera reflexión: Supongamos que el tipo “le metió los cuernos” a la novia, aclaro esto porque la canción no menciona en ningún momento eso pero casi siempre los enojos hechos canciones son por alguna infidelidad, que fue a hacer el tipo a la casa de ella… Flaco, protege tu bienestar no vayas a la boca del lobo… Saca tus cosas cuando no esté ella.
Llegué a tres reflexiones no más, porque el usuario del aparato maldito, me cambió de tema de Amar Azul “Yo me enamoré” y la frase que me interesa rescatar es la siguiente: Me fui pa'l baile y me emborraché, miré una chica y me enamoré, era tan bella, era tan bella, la quería comer… Yo me enamoré, de esa chica me enamoré” No se que mal hice para tener que escuchar esa canción a todo volumen en el tren. Como nadie quiere tener problemas, todos hacen gestos, nadie dice nada. Lógico, si se pide que apague el aparato se paran tres monos y te crucifican. Pero no viene al tema. Analicemos lo siguiente.
Dicen que el alcohol genera reducción en los reflejos y “nubla la vista”, por decirlo de alguna manera bien bruta, entonces: Teniendo en cuenta los efectos del alcohol, si la persona en cuestión fue pa’l baile y se emborrachó, miró a una chica bella y se enamoró entonces la chica era un bagayo, porque el alcohol nubla la vista.
Como nuevamente el señor cambió la canción, no me quedó otra que seguir escuchando lo que tenía en su aparatito y se generó un deseo en mí de regalarle mis auriculares para que me dejara tranquila leer el libro de psicología postmoderna, pero como la tecnología hace mas ruido que un libro, la próxima vez saldré con unos tapones en los oídos

Ricachona con poco dinero


Hoy me volvieron a comentar que mi vida es un microchip inteligente de anécdotas. Esta vez le tocó a mis compañeros de facultad, que también tienen la cabeza limada por mis historias.

Sucede que siempre dejo los “cuentitos” por la mitad, porque todos se aburren, o me gastan, o cuentan sus cositas antes de terminar con mi monólogo de veinte minutos sin puntos ni comas en el medio. Pero que esta declaración no suene que estoy enojada, si total papel virtual, real o imaginario, de todas formas me voy a expresar.

Hoy me toco atender a una señora, de apariencia “ricachona”. Perfume floreal que de olerlo a cinco kilómetros, queda impregnado en la piel ajena. Carteras de cuero, de esas costosas y gigantes, que pese al gran tamaño siempre están llenas y nunca entra más que una billetera del mismo tamaño que la cartera y un porta cosmético que termina de ocupar el espacio libre. Blusa floreada, apretada al cuerpo para hacer notar la obra de arte que hizo el cirujano plástico más emblemático en “tetas grandes”. Pantalón de jean blanco con una tanga al clásico estilo “leopardito” y un maquillaje en la cara que tapa todas las cicatrices protagonistas de aquellos bótox y estiramiento de la piel. En fin, habiendo hecho una descripción no tan minuciosa del “cachivache humano” antes mencionado, pasemos a lo que nos convoca en este escrito.

Pongamos un nombre ficticio al “cachivache humano”. Imaginemos que estamos con la señora Avelinda que viene a comprar los equipos más costosos. Se sienta hablando boludeces con la otra amiga, que suponemos que es un “cachivache humano” también, y escuchamos que le cuenta su sesión con el masajista John, y su clase con el personal trainer Mike. No entremos en detalle de la descripción que hizo Avelinda sobre el culo del entrenador y menos las manos locas del masajista, es algo que no viene al caso. Contar como la mujer ésta se cachondea en sueños eróticos con estos dos muchachotes (que seguramente son gays) es una situación que no interesa.

Avelinda se sienta y me pide, con voz ultra nasal, el cambio a los equipos más caros y como buena ricachona, me menciona sobre la bonificación especial, solicitando por el nombre de todas las vírgenes existentes, el gauchito gil y buda, que le apliquemos una bonificación más, porque el equipo era extremadamente “caríshimo” (claro, no quería dejar de pagarle a los dos bombones que tenía como asistentes corporales, pero quería un equipo caro, gratis… De locos). Casi se me ocurre mencionarle sobre la pobreza y la avaricia, pero… ¿Para qué? Era una discusión cantada. Me remití a informarle los benditos términos y condiciones, explicarle que era una cuenta buena (pero tampoco algo exagerado) y podía ofrecerle hasta ahí. Entonces Avelinda suspira frustrada exclamando de manera pacífica que el servicio era caro. Obviamente me dieron ganas de decirle que nadie la retenía, y podía volar como un pajarito alegre y floreal a comprar equipos a otra compañía, así me ahorraba tiempo en gestiones largas y engorrosas. Pero nuevamente imaginé un telegrama de despido y la cuota de la facultad haciendo peso. Había que hacer equivalencias y saber elegir.

La señora en cuestión, sacó sus múltiples tarjetas de crédito para abonar sus dos equipos costosos, pero “ups” ninguna tenía saldo suficiente. La mujer empieza a dar sus variadas explicaciones (Yo pensaba por dentro, claro… se debe sentir frustrada, cómo una mujer que aparenta alto nivel adquisitivo no tiene en ese momento mil míseros pesos para pagar el equipo): “Ay, esh que la shemana pashada me fui a un shpa, y me disheñó un veshtido Jorge Ibañesh para el evento tooop del fin de shemana donde mi marido el diputado, dará una shena shuper importante. Ademash, mi íntimo amigo Cormillot me vendió unash biandash shuper nutritivash, y mande a traer mueblesh y vajilla de Europa”. A mi no me interesaba cuantas cosas hacía la mina con su dinero, es más, estimo que nunca movió un dedo por ende ni debe sentir lo que es trabajar porque las uñas esculpidas no se lo permitían. Mientras Avelinda hacía furor con las cosas que me contaba tenía ganas de pararme, dejar que hablara sola un buen rato y volver cuando decidiera que hacer con la plata que no tenía para abonar los equipos.

El fin de la anécdota era cantado desde el principio. Avelinda se fue arrastrando su cartera costosa y le faltaba mendigar, más o menos, porque se terminó por llevar nada, porque no tenía ni efectivo, ni saldo en la tarjeta ni monedas de diez centavos. Se preocupó cuando me preguntó si yo no tenía “cambio para el colectivo”, pero pensé que me estaba bromeando, que seguramente a la salida alguno de sus hombres grandotes y dotados la esperaría en una limusina negra. Y no, Avelinda no bromeaba, se fue en colectivo.

Llora que te llora


Siempre me dicen que soy de aquellas personas con historias interminables, a veces canso demasiado. Es el caso de mi familia. Cuando llego del trabajo y nos sentamos en la mesa para cenar dicen: “Sonamos, es la horal”. La verdad es que siempre tengo algo para contar. No soy para nada de pocas palabras. Es por eso que plasmo en una hoja de Word mis anécdotas porque a los míos en casa los cansé. No los culpo, soy detallista y me lleno la boca de comida en el medio de una palabra (como mi papá) con la única diferencia que me atraganto para seguir contando y no generó nerviosismos en el resto. Saliéndome un poco de lo que quiero contar, papi cuenta algo súper interesante y le da un bocado a cada porción de comida entre palabra y palabra, y es de esas personas que cuentan cuarenta masticadas para poder digerir más rápido, así que imaginen.

Volviendo a mi autocrítica, me desahogaré en este escrito. Agradezco que mi novio aún no se canse de mí. Tiene una santa paciencia ese chico, siempre que estoy copadísima contándole sobre un cliente interesante, me escucha con mucha atención. Pero bueno, ahora sí, me remito a contar mi anécdota diaria:

No hay persona tan mal predispuesta que aquella que se sienta en el box de un representante y te dice de manera muy soberbia: “A ver si me podes solucionar el problema que tengo”. Convengamos que alguien que te dice así te dan ganas de dos cosas, la primera: Mirar al cliente amablemente con ojos de pollito mojado (dícese del pollito mojado aquel ser humano que es un reverendo tarado y tiene cara de gato con bota de Shrek y es sometido a maltratos emocionales de los demás) y decirle: “Estoy para eso, mi dulce cliente que gracias a usted el alimento llega a mi pancita”. La segunda: Sencillo, mirarlo con cara de póker (no se que es cara de póker pero me gustó el término) y decirle de manera muy arrogante y altanera: “Si no le gusta que lo atienda otro representante Sr./Sra. No me rompa las pelotas a mi que bastantes problemas soluciono diariamente”. Pero esta segunda opción es merecedora de un telegrama de despido así que opté por la primera opción, sacando la parte de la comida, que hablando de comida, tengo hambre.

Ahí se sentó, mujer frente a mujer (no me gusta atender mujeres, son muy histéricas y gritan mucho), se saca los lentes de sol, que dicho sea de paso la calle estaba demasiado soleada (léase con sarcasmo), y me empieza a explicar un rollo de choclos de problemas, que ninguno tenía que ver con lo que yo podía solucionar. Cuando concluye su monólogo de 4 minutos y medio más o menos, me dice de muy mala manera: “No quiero pagar más”, a lo que por mi cabecita se me cruzaron dos posibles respuestas. La primera, “No pagues mas querida, ahorrá la platita y pagale a un psicólogo que te arregle, mami”. La segunda, “Le recomiendo, mi querida y hermosa cliente, el plan más económico para que pueda ajustarse a su economía”. Opté, obviamente por la segunda, la primera me iba a traer demasiados problemas físicos. Pero la respuesta no le gustó y se empeñó en decir que no quería pagar, pero quería el servicio aunque no estaba dispuesta a seguir manteniendo relación con le empresa y quería el plan más económico para después no pagar y solicitar el equipo más caro con el plan más costoso, para después quejarse que el servicio era malo y agradecer la atención brindada para después gritar como una desaforada que no quería pagar... Aclaro que ni yo entiendo lo que la señora quiso. Y tampoco entendí que “problema” tenía con la empresa.

Luego de escuchar atentamente sus reclamos, la miré fija a los ojos y le pregunté cuál era puntualmente la situación que estaba pasando que le estaba generando un mal estar. Creo que fue la peor pregunta que hice en ese momento, un mar de lágrima invadió mi box, me quede idiota, helada. Como si nunca hubiese visto a alguien llorar. No le podía dar la mano, tampoco consolar… ¿Qué carajo tenía que hacer? Entre sollozos me confiesa que el marido la dejó, que no tenía a donde ir, que se quedó sin trabajo, que no da más, que está cansada y que se quería matar. Mi asombro fue tal que lo único que pude emitir fue un simple “Uh, que garrón” (mas idiota no podía quedar). La mujer, que en ese momento pasó de ser una gata retorcida a un pollito mojado, se puso los lentes, me pidió disculpas, me dejó un chocolate derretido, me agradeció y me dijo: “No te preocupes, no hagas nada, un día vengo más tranquila y me compró aquel equipo” (señalando el celular más costoso). Se fue y me dejó creando una gestión de reclamos varios aunque también me dejó pensando: “¿Qué onda esta mujer?, lloró veinte pesos que no tenía y ahora va a venir por un equipo de mucho dinero”. Que loco.

Lo más raro es que ahora que lo escribo me da la sensación que fue gracioso, cuando en el momento fue horriblemente insoportable.

Ah, me olvidaba… Cuando salí de mi lugar de trabajo, ví a la señora con un pibe de 25 años a los besos limpios en medio de la calle.