Llora que te llora


Siempre me dicen que soy de aquellas personas con historias interminables, a veces canso demasiado. Es el caso de mi familia. Cuando llego del trabajo y nos sentamos en la mesa para cenar dicen: “Sonamos, es la horal”. La verdad es que siempre tengo algo para contar. No soy para nada de pocas palabras. Es por eso que plasmo en una hoja de Word mis anécdotas porque a los míos en casa los cansé. No los culpo, soy detallista y me lleno la boca de comida en el medio de una palabra (como mi papá) con la única diferencia que me atraganto para seguir contando y no generó nerviosismos en el resto. Saliéndome un poco de lo que quiero contar, papi cuenta algo súper interesante y le da un bocado a cada porción de comida entre palabra y palabra, y es de esas personas que cuentan cuarenta masticadas para poder digerir más rápido, así que imaginen.

Volviendo a mi autocrítica, me desahogaré en este escrito. Agradezco que mi novio aún no se canse de mí. Tiene una santa paciencia ese chico, siempre que estoy copadísima contándole sobre un cliente interesante, me escucha con mucha atención. Pero bueno, ahora sí, me remito a contar mi anécdota diaria:

No hay persona tan mal predispuesta que aquella que se sienta en el box de un representante y te dice de manera muy soberbia: “A ver si me podes solucionar el problema que tengo”. Convengamos que alguien que te dice así te dan ganas de dos cosas, la primera: Mirar al cliente amablemente con ojos de pollito mojado (dícese del pollito mojado aquel ser humano que es un reverendo tarado y tiene cara de gato con bota de Shrek y es sometido a maltratos emocionales de los demás) y decirle: “Estoy para eso, mi dulce cliente que gracias a usted el alimento llega a mi pancita”. La segunda: Sencillo, mirarlo con cara de póker (no se que es cara de póker pero me gustó el término) y decirle de manera muy arrogante y altanera: “Si no le gusta que lo atienda otro representante Sr./Sra. No me rompa las pelotas a mi que bastantes problemas soluciono diariamente”. Pero esta segunda opción es merecedora de un telegrama de despido así que opté por la primera opción, sacando la parte de la comida, que hablando de comida, tengo hambre.

Ahí se sentó, mujer frente a mujer (no me gusta atender mujeres, son muy histéricas y gritan mucho), se saca los lentes de sol, que dicho sea de paso la calle estaba demasiado soleada (léase con sarcasmo), y me empieza a explicar un rollo de choclos de problemas, que ninguno tenía que ver con lo que yo podía solucionar. Cuando concluye su monólogo de 4 minutos y medio más o menos, me dice de muy mala manera: “No quiero pagar más”, a lo que por mi cabecita se me cruzaron dos posibles respuestas. La primera, “No pagues mas querida, ahorrá la platita y pagale a un psicólogo que te arregle, mami”. La segunda, “Le recomiendo, mi querida y hermosa cliente, el plan más económico para que pueda ajustarse a su economía”. Opté, obviamente por la segunda, la primera me iba a traer demasiados problemas físicos. Pero la respuesta no le gustó y se empeñó en decir que no quería pagar, pero quería el servicio aunque no estaba dispuesta a seguir manteniendo relación con le empresa y quería el plan más económico para después no pagar y solicitar el equipo más caro con el plan más costoso, para después quejarse que el servicio era malo y agradecer la atención brindada para después gritar como una desaforada que no quería pagar... Aclaro que ni yo entiendo lo que la señora quiso. Y tampoco entendí que “problema” tenía con la empresa.

Luego de escuchar atentamente sus reclamos, la miré fija a los ojos y le pregunté cuál era puntualmente la situación que estaba pasando que le estaba generando un mal estar. Creo que fue la peor pregunta que hice en ese momento, un mar de lágrima invadió mi box, me quede idiota, helada. Como si nunca hubiese visto a alguien llorar. No le podía dar la mano, tampoco consolar… ¿Qué carajo tenía que hacer? Entre sollozos me confiesa que el marido la dejó, que no tenía a donde ir, que se quedó sin trabajo, que no da más, que está cansada y que se quería matar. Mi asombro fue tal que lo único que pude emitir fue un simple “Uh, que garrón” (mas idiota no podía quedar). La mujer, que en ese momento pasó de ser una gata retorcida a un pollito mojado, se puso los lentes, me pidió disculpas, me dejó un chocolate derretido, me agradeció y me dijo: “No te preocupes, no hagas nada, un día vengo más tranquila y me compró aquel equipo” (señalando el celular más costoso). Se fue y me dejó creando una gestión de reclamos varios aunque también me dejó pensando: “¿Qué onda esta mujer?, lloró veinte pesos que no tenía y ahora va a venir por un equipo de mucho dinero”. Que loco.

Lo más raro es que ahora que lo escribo me da la sensación que fue gracioso, cuando en el momento fue horriblemente insoportable.

Ah, me olvidaba… Cuando salí de mi lugar de trabajo, ví a la señora con un pibe de 25 años a los besos limpios en medio de la calle.

1 comentarios:

Un minuto más dijo...

Es un honor para mí ser la primera en comentar tu primera nota.
Tu sarcasmo me mató!
Me haces reír y lo agradezco...
Y si en casa no te escuchan, acá estoy yo. A mí me encanta escucharte.

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